Comentario
CAPÍTULO IX
Hacen liga diez curacas contra los españoles y el apu Anilco avisa de ella
El curaca Guachoya, aunque servía y proveía las cosas que eran menester para los navíos, era con mucha tardanza y tanta escasez que de lejos se le veía cuán contrario era su ánimo al de Anilco. Juntamente con esto se le notaba el pesar y enojo que consigo traía de ver la estima y honra que los españoles hacían al capitán Anilco, siendo pobre y vasallo de otro, que era mucha más que la que a él le hacían, siendo rico y señor de vasallos, que le parecía había de ser al contrario y dar la honra a cada uno conforme a su hacienda y no conforme a su virtud, de la cual le nació tan gran envidia que lo traía muy fatigado sin dejarle reposar, hasta que un día, no pudiendo sufrir su pasión, la mostró muy al descubierto, como veremos adelante.
Será razón digamos aquí lo que intentaron los indios de la comarca entre tanto que los castellanos hacían sus carabelas, para lo cual es de saber que, frontero del pueblo Guachoya, de la otra parte del Río Grande, como atrás dijimos, había una grandísima provincia llamada Quigualtanqui, abundante de comida y poblada de mucha gente, cuyo señor era mozo y belicoso, amado y obedecido en todo su estado, y temido en los ajenos por su gran poder.
Este cacique, viendo que los españoles hacían navíos para irse por el río abajo y considerando que pues habían visto tantas y tan buenas provincias como en aquel reino habían descubierto y que, llevando noticia de las riquezas y buenas calidades de la tierra (como gente codiciosa que buscaba donde poblar), volverían en mayor número a la conquistar y ganar para sí, quitándola a sus señores naturales, lo cual le pareció que sería bien prevenirse con dar orden que los españoles no saliesen de aquella tierra, sino que muriesen todos en ella, porque en parte alguna no diesen aviso de lo que en aquel reino habían visto. Con este mal propósito mandó llamar los nobles y principales de su tierra y les declaró su intención y les pidió su parecer.
Los indios concluyeron ser muy acertado lo que su curaca y señor contra los castellanos quería hacer, y que el parecer y consejo de ellos era que con toda brevedad se pusiese por obra la intención del cacique y que ellos le servirían hastar morir.
Con esta común determinación de los suyos, Quigualtanqui, por asegurar más su hecho, envió embajadores a los demás caciques y señores de la comarca avisándoles de la determinada voluntad que contra los españoles tenía, y que, pues el peligro que temía y deseaba remediar corría por todos, les rogaba y exhortaba, dejadas las enemistades y antiguas pasiones que siempre entre ellos había, acudiesen conformes y unánimes a estorbar y atajar el mal que les podría venir si gentes extrañas fuesen a quitarles sus tierras, mujeres e hijos, haciéndolos esclavos y tributarios.
Los curacas y señores de la comarca recibieron cada uno de por sí con mucho aplauso y regocijo a los embajadores de Quigualtanqui, y con la misma solemnidad aprobaron su parecer y consejo y loaron mucho su discreción y prudencia, así por parecerles que tenía razón en lo que decía como por no le desdeñar y enojar si lo contradijesen, que todos le temían por ser más poderoso que ellos.
De esta manera se aliaron diez curacas de una parte y otra del río, y entre todos ellos fue acordado que cada uno en su tierra, con gran secreto y diligencia, apercibiese la gente que pudiese y juntase las canoas y los demás aparatos necesarios para la guerra que en tierra y agua pretendían hacer a los españoles; y que con ellos fingiesen paz y amistad para descuidarlos y tomarlos desapercibidos; y que cada uno de por sí enviase sus embajadores, y no fuesen todos juntos, porque los españoles no sospechasen algo de la liga y se recatasen de ellos.
Concluida la conjuración entre los curacas, Quigualtanqui, como principal autor de ella, envió luego sus mensajeros al gobernador Luis de Moscoso ofreciéndole su amistad y el servicio que de él quisiese recibir. Lo mismo hicieron los demás caciques, a los cuales respondió el general agradeciendo su buen ofrecimiento y que los españoles holgaban mucho tener paz y amistad con ellos. Y, en efecto, holgaron con la embajada, no entendiendo la traición que debajo de ella había, y el contento fue porque había muchos días que andaban ahítos de pelear.
En esta liga, aunque fue convidado, no quiso entrar el cacique Anilco, ni su capitán general, a quien también llamamos Anilco; antes les pesó saber que los demás curacas tratasen de matar los castellanos porque los amaban y querían bien. Con este amor, y por cumplir la fe y palabra que de su leal amistad les habían dado, el apu Anilco, de parte de su cacique y suya, dio cuenta al gobernador de lo que los indios de la comarca trataban contra él y, habiendo dado el aviso, dijo que de nuevo ofrecía a su señoría el servicio y amistad de su cacique y la suya y que le servirían con el mismo amor y lealtad que hasta entonces, y prometía de avisar adelante lo que entre los conjurados se tratase.
El gobernador, con muy buenas palabras, agradeció al general Anilco lo que le dijo, y las mismas envió a decir a su curaca, estimando mucho su amistad y lealtad.
Es de notar que el cacique Anilco, aunque hacía a los españoles la amistad y servicio que hemos dicho, nunca quiso venir a ver al general y siempre se excusó con decir que tenía falta de salud. Mas la verdad es que él mismo confesaba a los suyos estar corrido y avergonzado de no haber aceptado la paz y amistad que los castellanos, cuando la primera vez vinieron a su tierra, le habían ofrecido, y decía que este empacho no le daba lugar a que pareciese ante ellos.
Del curaca Guachoya, que también se mostraba ser amigo de los nuestros, no se pudo saber de cierto si entraba en la liga o no, mas sospechose que, pues no daba noticia de ella, la consentía, y que a su tiempo entraría en ella. A esta sospecha y mal indicio ayudaba otro peor, que era el odio y rencor que mostraba tener al cacique Anilco, y lo mucho que le pesaba de que el gobernador y los españoles le honrasen y preciasen tanto como le estimaban. Lo cual ellos hacían en agradecimiento de lo mucho que les ayudaba para hacer los bergantines y por lo que nuevamente con su lealtad les había obligado en avisarles del levantamiento de la tierra. Empero Guachoya, no atendiendo a las obligaciones de los españoles, antes instigado de la enemistad antigua y de la envidia presente, andaba siempre con el gobernador descomponiendo y desacreditando a Anilco, diciendo de él en secreto todo el mal que podía. Lo cual atribuían el general y sus capitanes que lo hacía con industria y maña para que no creyesen a Anilco si de la liga les hubiese dicho o dijese algo, porque Guachoya, por no haber querido Anilco entrar en ella, lo tenía por sospechoso y contrario de todos y temía que había de descubrir la traición que los demás curacas tenían ordenada, y así andaba disimuladamente previniendo lo que parecía convenirle.